ASESINO.
Laura veía cómo la cafetera se llenaba. Poco a poco. Gota a gota. Ese fue el desencadenante que le llevó a escribir su historia. La de un asesinato.
No sabría si había existido premeditación, pero sí componentes como la estupidez e inmadurez. Seguro. Antonio se cargó primero la mirada llena de luz de sus ojos. Destilaban ilusión y futuro. Después vino el óxido de la envidia y que atacó a los cimientos de su autoestima. No tenía por qué trabajar. No compensaba. Su trabajo era mejor. Podía mantenerla. A partir de ese momento, fue todo muy fácil. Las células cancerígenas del odio se reproducían de tal forma que ya no fue persona. Se entregó, como una yonqui a sus deseos. Nada tenía porque todo era de él. Limpiaba su ropa, abría las piernas y esperaba a que estuviera satisfecho en todo. Nunca llegaba ese momento. No sonreía. La comida estaba fría, o sosa, o los zapatos no tenían el brillo suficiente.
Cuando él tenía vida social no podía llevarla. Ya no le parecía digna. Había engordado, no se arreglaba, no merecía acompañarle.
Un día, mientras el café goteaba, ella notó que su corazón se estaba desangrando. Antonio acababa de matar el amor que un día le tuvo. Laura levantó la cabeza y decidió enterrar el pasado. Solo le quedaría lo que un día fue, muchos años atrás.
Antonio se despertó. El desayuno no estaba en la mesa. La ropa no estaba preparada ni los zapatos limpios. Ni rastro de Laura. Solo un folio hecho una bola sobre la encimera de la cocina. Lo estiró y leyó unas palabras:
Así has dejado mi corazón. Asesinaste mi ilusión. Adiós.
Por supuesto, Antonio intentó recuperarla. La llamó. La suplicó. Le juró que cambiaría. Pero Laura era fuerte como el mejor café y ya sabía identificar a los asesinos de ilusiones.