FIN DE LA HISTORIA DE UN CRISTAL TALLADO POR EL MAR.
Habían sido un par de días de locura en el hotel. Un huésped había sufrido una alergia alimentaria y nos había denunciado. Afortunadamente guardábamos muestras de nuestros menús que eran recogidas y analizadas. Una vez demostrado que el turista quería extorsionar a la empresa, volvía a mi habitación para ducharme y cambiarme, cuando me llamaron desde la recepción: habían dejado un sobre a mi nombre.
Lo abrí y, menos mal que me senté, porque era de ella, de Eva.
Quería haber esperado hasta el último día para renovar su contrato. No era mi modo de actuar con los empleados. Lo hice para vengarme. Pasé dos años intentando localizarla, llamando a un número de teléfono que había dejado de existir. Nunca he vuelto a hacer promesas por miedo al silencio que me dejó su desaparición.
Llamé inmediatamente a recepción.
Se había marchado. Llamé a su móvil: apagado
Avisé de que me tomaría la tarde libre.
Me dejé llevar por la intuición y la luz. Justo se había puesto el sol y desde el Castillo, la vista era espectacular. La reconocí, apoyada en uno de los muros, mirando al agua. Su pelo bailaba con la brisa. Siempre fue preciosa.
— Hola.
Se volvió y con cara de sorpresa me miró.
— ¿ Podemos cenar juntos? Mi amigo Andrés abrió ese restaurante que ves ahí y te aseguro que las vistas son especiales. — No quise sonar prepotente y tuve miedo de que contestase un improperio. Solo asintió.
Tomé su mano y bajamos apenas una cuestecilla que nos condujo al local de Andrés.
Mi amigo nos saludó y, aunque no teníamos reserva, nos acompañó a la mesa mejor situada, la que llaman la mesa de los enamorados.
Pedí vino blanco muy frío y una hamburguesa para mí. Ella sonrió.
— ¿ Qué? Estoy cansado de comer cosas formales. Hoy soy un tipo normal.
— Ni en mil vidas conseguirías ser normal — dijo y pidió pescado.
Saqué de mi bolsillo el colgante y se lo entregué.
— Creo que esto te pertenece.
Me miró. Lo cogió y se lo llevó a la boca y al pecho, como si lo abrazaste.
— Gracias.
— Ahora quiero que me lo cuentes todo.
Trató de resumir los años en minutos. No mentía. Ella misma se infringió el castigo de olvidar el amor. Estuve en silencio. Mis manos actuaban traidoras, sosteniendo las suyas cuando temblaban.
— Di algo, por favor.
— Te esperé— dije.
— Lo sé.
— Casi me caigo de culo cuando te vi — reconocí.
— Pues imagínate mi sorpresa.
— Sigues teniendo trabajo para el resto del año.
— ¿De verdad? — preguntó encantada.
— Por supuesto. No tiene nada que ver con lo nuestro. Es algo estrictamente laboral.
— Y ¿ Qué va a ser de nosotros?¿ Vas a perdonarme?
Sonreí.
— Te perdoné cuando vi este cristal en tu cuello.
— Ya no somos los mismos.
— No y sí.
— Explícate.
— Estamos sobre el mismo mar. Nos mueve la misma brisa. Tus ojos siguen reflejando miedo. El pescado sigue siendo tu plato favorito. Te pones camiseta sobre el bikini porque el sol suele quemarte los hombros aunque te embadurnes de crema. Y ahora— añadí quitándome la chaqueta—tienes frío.
Se la puso y la olisqueó.
— Me encanta.Hueles tan bien…
— ¿ Te quedarás? — quise saber.
Se abrazó a si misma. Después acercó su silla a la mía. Apoyó su cabeza en mi hombro.
— ¿ Me besarás?
Lo hice.
Ya no éramos niños. Pero supe que esa noche sellaríamos nuestro pacto: nunca volveríamos a separarnos.