LA SOPA DE “LEVANTAMUERTOS”
Podría seguir con la etiqueta de “La Grinch”. La verdad es que no me molesta. Pero hoy voy a demostrar que también sé escribir cosas bonitas sobre la Navidad. Este relato ya lo habéis escuchado algunos. Suelo leer en alto y grabar relatos. Es un poco más largo de lo acostumbrado, así que, lo publicaré en tres partes, para mantener la emoción y ya que estoy, me de tiempo a transcribirlo correctamente. A diferencia de en otras de mis historias, en esta hay algo de verdad. No quieras saberlo todo. Tengo que guardar un poco para mí.
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Cada 23 de diciembre, casi de modo mecánico empiezo a preparar la sopa de Nochebuena. Es una tradición tomarla en torno a la mesa, en la que nos sentamos 17 personas, bueno, yo permanezco poco sentada, porque me gusta controlarlo todo en la cocina, que para eso me paso decidiendo los platos y probando cosas nuevas con el riesgo que eso conlleva para el estómago del pobre Federico, que dice:«este sí», «este no», «por Dios, Cani esto pica demasiado»,«esto es un plato imprescindible» … Aunque sabe que lo que nunca cambia, es la sopa. Nos une a ella una historia familiar, que desde que la conocemos, cuando tenemos edad suficiente, para entenderla sin asustarnos, la tomamos cada Nochebuena, deseando que nos proteja y que todos sigamos en torno a la misma mesa 365 días después.
Yo me enteré de su historia a los 9 años, antes que mi hermano, que, aunque era un par de años mayor, era muy asustadizo y temían que mojase la cama. Además, a mí me gustaba estar con la gente mayor. Disfrutaba más haciendo punto y ganchillo que jugando con muñecas y, a mis tías abuelas las encantaba que yo les siguiera y preguntase cómo habían preparado sus recetas estrella, que apuntaba en mis libretas.
Un día de diciembre, acercándose ya las fiestas, fui con mi abuela al mercado, ambas cargadas con una cesta de mimbre. La mía era demasiado grande para mi tamaño de entonces, aunque nunca pasé del metro y medio. Mi abuela decía que tanta curiosidad y picardía me habían dejado canija, de ahí que nadie me llame por mi nombre, Elena, sino por mi apodo “Cani”.
Mi abuela se paraba en los puestos y pedía un poco de todo. Charlaba con los tenderos y les pedía con seguridad lo que deseaba.
Uno de los tenderos de más edad, le preguntó:
— ¿Esto es para la sopa de “levantamuertos”, doña Elvira?
Y yo, quisé saber de qué se trataba. Mi abuela asintió y después me miró resignada. Supo seguramente, que iba a tener que explicarme de dónde venía ese nombre.
CONTINUARÁ …