UNOS SIMPLES ZAPATOS DE TACÓN.
Me desperté empapada de sudor. El mes de julio en Madrid es criminal. No sé cómo la gente lo soporta. Cuando saqué las piernas de la cama, apartándome el pelo mojado de la cara, sentí que mis pies golpeaban algo: eran unos preciosos zapatos de tacón.
Me llevaron en un instante de viaje, hacia atrás en el tiempo, cuando me sentía joven y capaz de correr desde las alturas, empoderada, sin que la vida fuese una gran carga. Entonces, pude haber decidido el amor de juventud. Pero elegí la seguridad que mi prometido me ofrecía.
No pude evitar ponérmelos. Eran preciosos. Desnuda como me encontraba, me miré en el espejo que descansaba a los pies de la cama y me vi con otros ojos, los que me miraban desde la puerta.
— Te has adelantado. Quería traerte el desayuno a la cama y que después los vieras — susurró, como si aparte de nosotros hubiera alguien más.
— Gracias. Los usaré cuando estemos juntos — prometí con los ojos húmedos viéndole asentir, como lleva años haciendo.
Me duché y me puse mi hábito de la Virgen del Carmen. Así ataviada visitaré de nuevo a mi esposo en la residencia, a 150 kilómetros de este oasis. Durante el viaje rezaré a la Virgen para que haya tenido una buena noche y me perdone no poder seguir cuidándole. Intentaré, una vez más, explicarle mis razones y fingir que yo, como él, también estoy presa. Él de un cuerpo que dejó de responderle físicamente y de un corazón frustrado que me dispara con balas de ira su dolor.
Yo de una vida fingida que grita ¡libertad!, cada vez que se quita los zuecos de sumisa, conformista y resignada y usa el regalo de un amor de juventud : la pasión disfrazada de unos simples zapatos de tacón.